sábado, 8 de diciembre de 2012

Un relato de Gaela Manzano

SUEÑOS

-Hola mi vida. Hoy es el gran día. Demuéstrales a todos lo que vales.

Aquel era el gran día. Por fin, Natael iba a silenciar todos los murmullos y las habladurías a su espalda de todo el colegio, de por vida. Iba a mostrar su talento, del que todos se burlaban por el estereotipo de ser “un deporte para chicas”; sin embargo eso le había hecho más fuerte. Pensar que era diferente a los demás, aunque lo pagase día a día con acosos en la escuela, le hizo una persona deseosa de conseguir sus metas; de cumplir sus sueños.

Esa mañana iba a participar en una pequeña competición, que, más tarde, lo llevaría a ser el patinador más grande del país. Aquel chaval de siete años era increíblemente bueno, sabiendo hacer piruetas y saltos casi como el mejor. Había empezado a patinar antes que hablar, en una pequeña pista, cerca de su casa. Él no quería ir al parque a jugar o realizar cualquier otro pasatiempo que pudiese interesarle a un niño. El hielo bajo sus pies le producía un sentimiento de… fugacidad. Sí, eso era; se sentía como una estrella fugaz, surcando el hielo en lugar del espacio. Sentía que era mejor que cualquier persona que lo rodease, y por ello le gustaba de ese modo. Todo el mundo siempre le había dicho que ese sueño no podría cumplirlo; que era un chico y que jugase al fútbol o al baloncesto. Pero no pensaba que pegarle a un balón tuviese sentido lógico; lo veía como una pérdida de tiempo, además de que su cabeza era un imán para los balones, y no le gustaba jugar en equipo, ya que no lo aceptaban.

-Sí papá, ya me levanto- dijo él. Su padre lo había apoyado en todo momento, ya que, de pequeño, también deseaba realizar un sueño, que al final no logró porque sus padres se negaron, y sin su permiso no podía llegar a más en el mundo de la música. Él quería cantar, pero tenía una voz tan angelical que sus padres sentían vergüenza de su propio hijo.

Natael se levantó y se vistió con unas mallas ajustadas, que iban formando una sola pieza que cubría todo el cuerpo. El azul marino marcaba el contorno de unas llamas, cuyo interior estaba relleno de un tono más claro… un tono congelado. El diseñador lo había creado especialmente así, diciendo que eran llamas de hielo. Muy paradójico; sin embargo, original para que a los jueces les llamase la atención. Desayunó unas tostadas con tomate y aceite, una manzana y una mandarina. Se lavó los dientes, se puso unas zapatillas y una sudadera, peinó su revuelto pelo oscuro y rizado, miró sus ojos grises en el espejo y subió al coche, donde lo esperaban sus padres.

El maquillaje que le ponían al llegar era la peor parte. No le gustaba maquillarse, sentir el tacto pegajoso le producía escalofríos. Mientras resistía el asco, iba escuchando nombres y música, así como la puntuación de los demás participantes. Era el último, puesto que iba por orden de edad. No estaba en absoluto nervioso. Es más, estaba eufórico. Sentir que iba a mostrarse al mundo era una nueva sensación, y para un crío de siete años eso era amplificado. Si ya de por sí son posesivos, él en su cabeza sentía que el mundo iba a ser suyo durante esos tres minutos y cuarenta segundos que duraba la canción.

De repente, en un momento en el que se había distraído pensando en la córeo, escuchó su nombre resonando por toda la pista. -“Por fin”- pensó- Se quitó las protecciones de las cuchillas y entró en la pista. Ya notaba el roce con el hielo; su olor. Lo sentía en sí mismo; formaba parte de él.

Se situó en el centro de la inmensa superficie helada, en la posición establecida en la coreografía. Esperando a que comenzase la música, no se oía ni un ruido. Todo el mundo estaba en silencio, admirando al pequeño valiente situado delante de todo el público.

Sonó la música lenta del principio de la canción que Natael tan bien conocía, y comenzó a moverse al ritmo de ella. Clavó un salto tras otro; triple, pirueta, doble axel… Una perfecta combinación, y aún más si se realizaba perfectamente como él logró.

Al terminar, salió satisfecho de la pista, abrazando a sus padres con una sonrisa pícara en la cara. Se sentaron y escucharon las puntuaciones. Solo quedaba saber quién era el vencedor. Al oír que el primer puesto era suyo, nadie más volvió a infravalorarlo; es más, fue el orgullo de su país, su familia y todos los niños del colegio que se metían con él. Nadie volvió a juzgarlo por quién era, sino por cómo patinaba. Y jamás volvió a ser una mala crítica.

                                                               Gaela Manzano.  4º B


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