jueves, 10 de enero de 2013

Leyenda


EL ZAFIRO PERDIDO

          LA HISTORIA AQUÍ RELATADA ES EL RESULTADO DE SIGLOS DE NARRACIONES A LA LUZ DEL FUEGO. ME FUE TRANSMITIDA POR UN ANCIANO DE EXTREMADURA CUANDO ME REFUGIABA EN UNA TABERNA DE GRANDES VENTANAS DE LA LLUVIA TORRENCIAL Y ASEGURO AL LECTOR QUE TODO LO AQUÍ ESCRITO ES FIEL A LA HISTORIA QUE SE ME CONTÓ.

          Amaneció un precioso día de primavera, los cerezos en flor deleitaban con su suave néctar a las agitadas abejas que, tras un invierno adormecidas, por fin podían disfrutar de la calidez y luz primaverales de comienzos de abril. El valle se veía esplendoroso no solo por las pequeñas abejas o los brotes que dentro de unos meses se convertirían en cerezas sino por los colores, los olores, ese juego de luces y sombras que envolvían las laderas inclinadas, regadas de hermosas flores. Los sonidos. El agua del río Jerte irrigaba todo ese fértil paraje y la caída de sus aguas, como una dulce melodía, hacían  de aquel lugar mágico e idílico un lugar de ensueño para la residencia de cualquier burgués de clase alta que quisiese una casa en la tranquilidad de la naturaleza. Pero aquello no era así. Muchos habitantes de la ciudad  habían oído de mano de sus amigos capitalistas las propiedades de las aguas de los balnearios de aquella zona  incluyendo las vistas mientras uno disfrutaba del calor abrasador de las aguas termales. La razón era, básicamente, el viento. Daba igual la estación o el mes, en algún momento del día un viento huracanado envolvía los pétalos, las hojas y las briznas de hierba en un conjunto que parecía se desprendería de la tierra y volaría a tierras lejanas. Esto no pasaba en toda la zona, claro está,  la economía de las localidades, únicamente sustentadas por el turismo, las cosechas de sus cerezas y los embutidos y carnes procedentes de su ganado, se hubiera visto resentida, pero, en la cumbre de la ladera, lejos de cualquier villa y sus preocupaciones, donde el viento soplaba con una fuerza sobrenatural y se decía que la locura corría libre por las faldas de la montaña, un labrador y su hija, lejanos a todas las supersticiones y habladurías, vivían modestamente en una pequeña cabaña, donde cultivaban sus verduras, recogían los frutos de cerezos, almendros, manzanos y pinos y cuidaban un pequeño ganado ovino. La vida allí era tranquila, en ocasiones para una joven de dieciséis años aburrida, pero nada que un buen paseo o el dibujo de algún boceto de la maleza o un esporádico corzo no pudieran arreglar.

             Alonso Martínez era un hombre grande, con unas manos callosas de trabajar la tierra y una nobleza que más de alguno hubiera querido poseer. Dicha nobleza o bondad no decía que tuviese, en ocasiones, sobre todo si se levantaba viento, un humor de perros, pero aun así, era alguien fácil de tratar y de querer, aunque al fin y al cabo tranquilo. Su origen humilde y sencillo no significaba que fuera analfabeto o algo por el estilo, es más, de su pequeña casa más de la mitad de las paredes vestían robustas estanterías de roble llenas de preciosos tesoros escritos, y más de algún arcón en el que se disponían los ropajes de trabajo para el campo, tenía disponible solo una mitad del mueble, pues, la otra mitad, la ocupaban grandes volúmenes con cubiertas de cuero, las cuales desprendía un olor característico que hacía de esos antiguos libros el bien más preciado aparte de su hija. La joven, como toda muchacha de su edad, era un alma libre, llena de vitalidad y un carácter en ocasiones, tirano, claro que, al estar en única compañía de su padre, este comportamiento no aparecía a menudo. Era rebelde y, si su padre se conformaba con una lectura al calor de la leña de encina en la chimenea, ella, aunque disfrutase de las pequeñas aficiones de su despierta mente, siempre tenía que acudir al peligro o, al menos, lo más cerca posible de él. Nuestra historia no pretende en absoluto narrar la vida cotidiana de padre e hija o de las imprudencias que cometía la joven en ocasiones, sino de los sucesos que acontecieron a la noche de Todos los Santos donde se decía que las criaturas buscaban la sangre de sus víctimas y los muertos volvían de las profundidades de la tierra para… Nunca se ha sabido con exactitud para que vuelven nuestros difuntos, pues el que ha osado profanar el aire con su aliento en esta noche de interminables tinieblas y profundo terror nunca ha regresado para contarnos el por qué.

            Si la belleza de la primavera enternece el corazón más duro, el otoño únicamente dejaría a dicho corazón seguir con su dureza e, incluso, llevarle a una melancolía de la que escapar es casi imposible. El estampado de hojas marchitas por un clima extremo, donde el frío ya se mete en los huesos a finales de octubre, no podría empatizar con la calidez de los días otoñales del resto de Extremadura, con sus tintes rojizos, amarillentos y verde pálido, con los rayos del sol tostando las hojas caídas y convirtiéndolas en bronce y una fina brisa en un día azul y limpio, calmado. Allí no, antes hablé de los vientos soplantes en el monte, pues con la llegada del invierno cada vez se quedaban más tiempo y eran más fuertes, las hojas se marchitaban sin dar  lugar a un adiós amistoso, y el agua, en contacto con las bajas temperaturas se helaba, pareciendo más un escenario invernal que otoñal y dedicando intermitentes pero grandes goterones que brotaban del cielo como la sangre de un corte a las laderas.

            María había salido a recoger la ropa tendida, dispuesta encima de una fina cuerda de esparto. La lluvia amenazaba ese día con tormenta y, aunque insensata, bien sabía, por las anécdotas a la luz del fuego de su padre, que los rayos no eran buenos amigos de juegos, además, había tardado demasiado en lavar los ropajes que pendían del improvisado tendedero, pues el frío del día había helado y adormecido sus manos, las cuales se mostraban para ejecutar cualquier movimiento de lo más testarudas. Tras amontonar toda la ropa, miró al horizonte. Una extensa niebla cubría con su blancura grisácea todo el valle,. Aspiró el aroma de los pinos lejanos y se dispuso a entrar en su casa de madera, cuando, unos agudos sollozos, seguidos de chillidos histéricos y el repiqueteo de los cascos de los caballos sobre las piedrecillas la pararon en seco y la mantuvieron sin parpadear. Con los ojos casi inyectados en sangre,durante unos segundos, es increíble como en cuestión de menos de un minuto una persona puede pensar tantos finales para unos sonidos desconocidos. Primero, el final de su vida a manos de unos asaltadores; después, alguien extraviado que solo requeriría pasar la noche junto ella y su padre. El más gracioso fue el reflejo del sueño de cualquier mujer, su príncipe azul salvándola de la monotonía, pero el último y el que considerándose absurdo asustó más a la joven fue el de la leyenda de “Los Errantes y sus bestias”. Dicha leyenda venida de ya en tiempos de los primeros cristianos castellanos, decía que tras la lucha entre el ejército de Viriato y los romanos en esa misma comarca, los romanos acorralaron a los valientes lusitanos y, ya que la guerra desata al hombre, les tiraron las piedras más pesadas de los alrededores, les despojaron de sus ropas y contemplaron como los puntiagudos guijarros laceraban los cuerpos de los hombres que allí retenían. Tras esta acción, sabiendo de las criaturas nocturnas que allí habitaban, se llevaron consigo a los altos mandos de ese pequeño batallón de valientes y amenazando de muerte al resto de lusitanos, les ataron uno por uno a un pino o alcornoque, formando un círculo de trece hombres que pedían por su muerte. Los romanos se marcharon y con ellos la luz del sol, porque la noche cayó con suma rapidez aquella noche, 31 de octubre o 1 de noviembre dependiendo del ojo con el que se mire, el frío comenzó a congelar algunos miembros y los persistentes lusitanos comenzaron una danza con el árbol que les mantenía presos, esperando su muerte al golpear su cabeza contra el árbol con todas las fuerzas que el frío y el dolor les permitían. En cuestión de segundos, aullidos de lobos llenaron el silencio, interrumpido solo por el golpeteo constante de cabezas con troncos, que existía. Los latidos del corazón y la respiración se aceleraron, todos sabían cuál iba a ser su final, lento y tortuoso, hasta que los lobos saciaran su hambre, despedazarían sus cuerpos, abrirían en canal sus vientres y rasgarían sus pieles, ellos no temían la muerte, quizás al dolor tampoco, pero esa muerte, como conejos lisiados esperando el final,se les hacía insoportable. El sonido del trote de los lobos paró todos los pensamientos de los que allí estaban y un sudor frío descendió de la frente a las mejillas y, de éstas, al cuello. No queriendo relatar la peliaguda carnicería que allí se vivió, pasaremos al final de la historia, donde había algunos muertos por la sangre derramada o por la falta de algún órgano vital y otros malheridos, pidiendo a dios su muerte y respirando sus últimas bocanadas de aire. La aurora comenzó a iluminar el horrible espectáculo pero, repentinamente, un haz de luz cegó a los aún vivos y abrió los ojos de los muertos y, con voz grave, Dios dijo estas palabras: “Sabiendo vuestra valentía combatiendo contra los impíos, desgarradas vuestras carnes y vidas por su odio y desmedida crueldad, no pareciendo ellos hombres, sino hambrientos lobos, siendo en realidad  débiles cachorros, su castigo y vuestra recompensa irán de la mano”. La luz se apagó como cuando se sopla la llama de una vela y, al instante, las almas de los lusitanos salieron de sus sangrantes cuerpos y, las almas de los romanos desaparecieron de los suyos, dejando en sus tiendas de generales unos cuerpos sin vida. Dios había cumplido su palabra, en el crepúsculo del día de Todos los Santos, las almas de los asesinos y los asesinados se reunieron a la orilla del río Jerte y se produjo algo sobrenatural, las pecadoras almas romanas se convirtieron en fieros lobos, sus molares se convirtieron en afilados colmillos, el pelo creció y cuatro patas sustituyeron brazos y piernas humanas; los lusitanos por el contrario recuperaron su carne y órganos perdidos, sus heridas se cerraron y se dieron cuenta de que trece hombres eran y trece lobos había, al mismo tiempo los romanos se dieron cuenta de que no podían realizar ningún movimiento, hasta que Íñigo, el más joven, se acercó a un lobo y, despreciándole con la mirada, le escupió al mismo tiempo que le mandaba sentar, el lobo obedeció en contra de su voluntad, y así se dispuso el castigo de Dios, “Hombres de fuerte corazón descansarían en la tierra tranquila de aquel valle y lobos atormentados permanecerían inmóviles a su lado, teniendo los valientes su venganza cada 1 de noviembre, pues aquellos nuevos sumisos lobos, cada noche de aquel día, tras ser apedreados por sus amos, recuperarían su forma humana, y serían mutilados de la misma forma que lo fueron los lusos, por los lobos”. La leyenda dice que quien osa interrumpir la venganza de sus antepasados saliendo aquella noche será castigado. Sufriendo la misma suerte que los romanos.

            A María siempre le habían gustado esas leyendas pueblerinas pero nunca las había tomado por reales hasta ese momento. No tardó mucho en descubrir la razón de sus miedos, pues dos sombras se aproximaron a su situación y con gran esfuerzo el más alto de los dos hombres montados a caballo pidió auxilio para después desmallarse. María miró al joven que seguía encima del caballo y llamó a su padrealarmada para que la ayudara a meter al hombre inconsciente y al atemorizado chico de cabellos rubios y ojos hinchados por el lloro. Dieron ropa limpia y comida a los desconocidos, además de curar algún corte superficial hecho por la maleza y conseguir que el inconsciente despertara. La noche transcurrió tranquila, todos se fueron a dormir pronto, considerando la vida campestre que allí se hacía. A la mañana siguiente, mientras desayunaban un trozo de pan algo seco y un vaso de leche de oveja, el que quedó inconsciente por fin habló y contó su historia y cómo habían llegado hasta allí. Realmente ese día no era el más apropiado para contar historias ya que hacía dieciséis años de la muerte de la madre de María y esposa del labrador, y ese día, día de Todos los Santos, iban a visitar su sepultura, debajo del cerezo más grande y bonito, estando situado el árbol a media hora de su cabañita. Aun así, ambos escucharon pacientemente la historia de los dos viajantes.

              Samuel de Ayala era el protector de Luis de Fiora, heredero de las tierras de Extremadura oriental, era un niño de condición enfermiza y por ello, habían dispuesto un viaje a los balnearios de Sierra de Gata. El mal temporal les había encontrado y los truenos, asustando a los caballos, que corrieron desbocados, pasando de largo su destino, se metieron en la zona del valle, ascendiendo y ascendiendo. El noble que acompañaba a tan importante personaje, había chocado contra una rama que le había provocado un corte en la frente de bastante longitud, eso y los chillidos y gritos del muchacho que cargaba en la grupa de su caballo, pues le era imposible controlar dos animales y decidió liberar el caballo de su amo y sentar a éste con él, hizo que sus fuerzas se agotaran rápidamente y que al ver a través de la niebla espesa una pequeña choza, dejara sus fuerzas volar y, sabiendo del buen carácter de los extremeños campestres, confiado de que estaría en buenas manos, se dejó vencer por el cansancio. El hombre adulto era alto, con un fino bigote, aunque algo descuidado debido a la batalla contra árboles y tormenta que vivieron la tarde anterior, pero su honestidad y saber estar eran indudables, en cambio, el del pelo rubio, ojos azules y que pese sus quince años, aparentaba mucho menos por su constitución delgada y endeble, era todo lo contrario, maleducado, gritón y chillón, impertinente y prepotente, aunque luego débil, no solo físicamente. Bastaba cualquier palabra para que se hiciese una víctima. María no lo soportaba. Tras terminar de recoger el desayuno y preparándose para visitar a su madre, el joven solicitó sus servicios como criada hasta que regresase a casa o fueran al balneario y ésta, negándose, provocó una pataleta y unos lloros que le ocasionaron un intenso dolor de cabeza y una ira que descargó contra la pared de su habitación. 

            Respetando el día de duelo, los extraños se quedaron tomando el sol en los lindes del terreno del labrador y esperaron el regreso de sus salvadores. Fue un día duro, todos los 1 de noviembre lo eran, las lágrimas caían de los ojos de Alonso, en cambio su hija, más contenida, se ponía blanca como la cera y cerraba sus ojos color almendra cada vez que creía que una lágrima mojaría su cara. Regresaron antes que otras veces, pues nunca es agradable dejar tu casa en compañía de forasteros, así que cuando ya era la hora del almuerzo se encontraban en su hogar. La comida fue frugal pero, la tarde fue insoportable, el crío quería recuperar un broche de zafiros, regalo de su madre en muestra de afecto y, tal era el ansia de recuperarlo o, más bien, de que se lo recuperaran, que, histérico, chilló y chilló y lloró y lloró, así, hasta que solo quedaban un par de horas para la caída del crepúsculo. María desesperada, sin poder contener su rabia por las formas del intruso, decidió salir en busca del maldito broche. Su padre le advirtió de los peligros, ese día no era el mejor, y menos cuando quedaba tan poco para que las tinieblas se cernieran sobre el valle y para que la leyenda, si era verdadera, se cumpliera. El labrador ya había perdido a su mujer y no quería perder a su única y amada hija, se resistió a dejarla pasar por la puerta,  pero la mirada desesperada de la joven le hizo retroceder y permitirle salir al exterior.

           En cuanto salió al encuentro del frío noviembre, su cuerpo sufrió un escalofrío, una parte de ella se resistía a creer en fábulas y cuentos para niños, pero fue esa sacudida en todo su cuerpo lo que le hizo percatarse de la aparición en un horizonte no muy lejano de la luna, una luna enorme y blanca que amenazaba con llegar demasiado pronto. Volvió en sí y comenzó a andar con paso ávido, miró y miró por los alrededores, su casita se veía cada vez más lejana y conforme esto ocurría, ella se iba adentrando en las profundidades del valle, para no perder su rumbo siguió el curso descendente del río helado, su vaho cada vez era más abundante y los pies comenzaban a congelarse, pues sus zapatillas de tela e hilo no podían soportar los grados de la casi noche. Sin darse cuenta pasó de pensar en fantasmas y venganzas sangrientas en ella, la soledad la llevó a un reflexión que hizo brotar de sus ojos las primeras lágrimas en mucho tiempo, quizás pueda parecer insensibilidad pero no lloraba por su madre muerta, no recordaba un beso de buenas noches o una nana, aunque anhelaba esos recuerdos escondidos no eran suficiente para un sollozo. Sin embargo, su fortaleza de mujer de las cumbres se vio quebrada al analizar su vida: su niñez y juventud, aun fresca como una rosa; las tormentas que la atemorizaban cuando todavía no sabía leer, los huracanados vientos que la elevaban del suelo con facilidad, momentos felices y tristes llegaron arremolinándose en su joven cabecita, pero por encima de todo, al recordar a su padre dos sentimientos contradictorios llegaron, le quería por encima de todas las cosas, era la única persona que conocía y que la entendía, mimaba y cuidaba y protegía de cualquier peligro, se dio cuenta de la imprudencia que había cometido. ¿Si moría, que le quedaría a su padre? ¿debería regresar a su lado y no separarse de él nunca más?, pero tras esta idea otra acechó a su mente, él era el culpable de su desgracia, estaba sola, no conocía a nadie, nunca podría ser amada por esa obsesión paterna hacia el tumulto de las ciudades y la maldad del ser humano de la ciudad frente la inocencia y sencillez del campo. Él era el culpable de su soledad y melancolía, de su ignorancia, la sobreprotección a la que se había visto forzada ¿la habría hecho misántropa o arisca? Esta confusión en la que se vio sumida hizo que tropezara con una piedra saliente, contempló su rodilla, algo magullada, cuando miró al cielo vio la oscuridad completa del mismo, solo iluminado por la luna. Soltó un grito al darse cuenta de que si se cumplían las profecías y las historias moriría, su impaciencia y descontrolados actos la habían llevado a una muerte segura y a su padre a la desolación y el abandono del alma. Se puso en pie lo más rápido que pudo y entonces los oyó. Eran los aullidos lobunos provenientes del pinar próximo a ella, al  mismo tiempo, un destello azulado cruzó por sus ojos y divisó a pocos metros el inmenso zafiro que esperaba ser rescatado de la cercanía de una pedregosa pendiente. Corrió, en una subida de adrenalina, agarró el broche aunque éste le produjo un corte en la palma de su mano y ascendió lo más deprisa que pudo por la pendiente. Su rodilla contusionada se contrajo y con ésta el pie de la joven, provocando una rápida e insalvable caída colina abajo, las piedras se clavaban en ella y su cuerpo antes estilizado y hermoso ahora se contusionaba y como una bola de nieve descendiendo una pendiente, rodaba. Una intensa lluvia comenzó, un viento huracanado se formó y levantaba y zarandeaba arbustos y hojas, su sangre dejaba un rastro por donde su cuerpo pasaba y cada vez los truenos y rayos hacían de la noche más tenebrosa y tétrica. Al final consiguió pararse, no podía reaccionar, el dolor era agudo y profundo, no podía moverse, ni siquiera producir palabra o sonido alguno, solo sentía el zafiro latiendo en su mano. La lluvia mojaba su pelo castaño, ahora enmarañado; el viento parecía que con esa fuerza sobrenatural iba a elevarla de su posición y la iba a seguir llevando valle abajo. Quedó allí inmóvil, empapada por la lluvia, ahora reconfortante para templar su calor interno, creía que estaba siendo víctima de una broma, una ilusión, incluso de una alucinación producida por unas fiebres, pero no. Pasaron minutos, quizá alguna hora, la boca se antojaba salada y sus pupilas dilatadas, al abrir los ojos sintió que se agrietaban y que explotarían en un mar de cristales esmeralda. Volvió a escuchar los aullidos, seguidos de un incesante crujido del terreno por pisadas desconocidas. Su miedo era tal que, llena de una fuerza ilusoria, se incorporó y respiró algunas bocanadas de aire. Los pasos y aullidos se acercaban más y más y más. Intentó levantarse, viendo que no podía y que  débil como estaba, pudiendo el fuerte viento arrastrarla hacia las profundidades de aquella tierra, comenzó a gatear pese el dolor de las heridas y algún hueso roto. Sus piernas aún dormidas por los golpes sufridos, no querían responder pero pudo más su afán de escapar de lo que fuera a venir que las propias extremidades. Las piedras se clavaban otra vez, ya pensaba que tenía todas las piedrecillas de aquella zona del monte cuando escuchó a sus espaldas la respiración entrecortada de algún animal o persona, se resistió a mirar, no podía hacerlo, sabía que si lo hacía su final estaba asegurado, siguió gateando pero algo se lo impedía, cerró los ojos con mucha fuerza, entonces la lluvia paró, cesando también el viento y el zarandeo de la vegetación, oyó un chasquido, dos, tres… Trece. Contuvo la respiración aunque varias arcadas la amenazaron, no sabía qué hacer, era bastante escéptica pero el intenso miedo que sentía le hizo intentar juntas sus rodillas, dando la espalda a la respiración entrecortada que tenía tras ella, y empezó a rezar. Cuanto más rezaba le daba la sensación de que el aliento que ya sentía en su nuca se multiplicaba, ahora una suave brisa rozaba sus empapados cabellos, pero no era pura, su olor era horrible, parecido a la inmundicia o la descomposición, sentir aquello le produjo un escalofrío que le devolvió el dolor del que era víctima, sintió algo indescriptible que rozó su oreja, tal como Medusa hacía con sus víctimas para convertirlas en piedra, tentar al miedo y la curiosidad. María abrió los ojos de par en par y giró velozmente la cabeza. Un profundo grito. Después...nada.

           Amaneció un día soleado para un 2 de noviembre, ni rastro de la joven, la casa del labrador despertó en una profunda tristeza y sin rastro de la llegada a casa de María. Alonso Martínez permaneció toda la noche en vela, incluso el señor del bigote fino, pero ella no había llegado a su destino. En un amanecer anaranjado con resquicios rosados y morados un grito de júbilo llenó los oídos de los dos hombres que se había mantenido en vela. El malcriado Luis llegó a la habitación principal sosteniendo entre sus huesudas manos el broche que había perdido, la cara de estupefacción de ambos adultos era una mezcla de miedo y sorpresa, nadie articuló palabra alguna, lo que desagradó al heredero. Tras este episodio y un desayuno a base de pan algo más duro que el del día anterior, los forasteros retomaron su camino hacia el balneario, ofrecieron al labrador el poco dinero que llevaban encima como recompensa a su hospitalidad e incluso participar en la búsqueda de su hija, pero éste denegó ambos ofrecimientos y cortésmente se despidió de los nobles, que salieron al galope para llegar lo más pronto posible a la razón de su intempestivo viaje.

             Los días pasaron y Alonso buscó por todos los terrenos, praderas e incluso las zonas más bajas del valle y las zonas más altas de lamontaña, pero nada, solo halló dos señales que delataban la estancia de su hija en la zona baja del valle, un reguero de sangre y los trozos desgarrados de la ropa de la muchacha. Esto sumió al hombre en un profundo abatimiento, el cual le quitó el apetito y las ganas de realizar cualquier actividad. Acompañaron a ese estado de ánimo un conjunto de horribles pesadillas y la enfermedad, muriendo por la culpabilidad, la pena, la amargura, la aflicción y el desconsuelo un mes después de la desaparición de su hija.

            En cuanto a la suerte que corrió su hija aquella noche, que se antojó escalofriante para los habitantes de la villa más cercana, muy incierto es. Las malas lenguas aseguran que se fugó con algún joven de la ciudad en busca de aventuras y persiguiendo el amor, siendo egoísta e insensata al traer la deshonra a su familia y la muerte de su padre. Otros, que cumple el castigo que Dios impuso a los desobedientes que osan profanar la venganza de sus paladines el día de Todos los Santos. Algunos, aunque una minoría respecto las otras dos habladurías, dicen que su cuerpo se despeñó por el valle y que algún cristiano le dio sepultura ignorando su importancia. Y los supersticiosos y narradores de historias afirman que aunque muerta por su insolencia y su desobediencia hacia Dios, el misericordioso perdonó a la joven y su alma ahora vaga por las cumbres en las noches frías, en ocasiones encontrándose con los lusitanos y mirándoles con la intensidad de la luna llena.


                                                                                  Carlota San Julián.  4º C
 

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