LA CASCADA
El señor Enrique conocía las
tierras de Mérida como la palma de su mano. Todos los días, visitaba su pequeño
lugar secreto y, aunque intentarán seguirle, él era el jinete más rápido de todos
y nadie lograba nunca alcanzarle o huir de él a caballo.
Una tarde en la que no tenía
nada que hacer, Enrique ensilló a su caballo y galopó hasta su lugar
secreto: La Cascada Clara. Todo el mundo había oído hablar de ese lugar, un
lugar tranquilo y apacible, un lugar en donde, según decían, había un lago con
una gran cascada. Algunos pensaban que si no la habían encontrado era por algo
y que no debía ser encontrada; mientras, otros deseaban encontrarla. Nadie
conocía el paradero de la cascada salvo Enrique qué la halló de niño cuando se perdió persiguiendo un
conejo durante una cacería.
Hacía tiempo que no iba por
allí, sus ocupaciones como duque dejaban a Enrique muy poco tiempo libre. Al
llegar, parecía que nada hubiese cambiado. Metió los pies en el agua y se quedó
pensando en sus cosas, de pronto escuchó los cascos de un caballo acercándose,
cuando se dio la vuelta vio a una mujer de cabellos dorados subida a un caballo
blanco. Enrique no alcanzó a ver la cara de la mujer pues estaba dada la
vuelta huyendo del lugar. Enrique se
subió a su caballo e intentó alcanzar a la mujer, estaba seguro de que iba a
alcanzarla. Él era el jinete más rápido... pero estaba equivocado. Al llegar a
un precipicio perdió el rastro de la mujer. ¿A dónde había ido?, ¿era real? eran
algunas de las preguntas que se realizaba Enrique en su vuelta a Palacio.
Durante varios meses, Enrique
fue todos los días a la cascada, pero no volvió a ver a la mujer. Las ganas de
encontrarla alcanzaron límites inimaginables, desesperado, Enrique le contó lo
ocurrido a su amigo el conde Fernando que, preocupado por el estado mental de
Enrique, le quitó su caballo. Le prohibió salir al bosque y le puso vigilancia
durante todo el día. Fernando creía que su amigo había enloquecido, pero aun así,
fue a comprobar si la cascada estaba donde su amigo sugería. Al llegar al
lugar, no encontró nada.
Enrique estaba seguro de que
su amigo la había buscado mal así que le suplicó que le dejase ir con él.
Fernando se hizo de rogar pero, finalmente, accedió a que Enrique le
acompañara junto con un grupo de cazadores a buscar la cascada.
Llegando a la cascada, Enrique
vio de lejos el cabello rubio de su amada y parte de su caballo blanco y salió
galopando tras ella. Fernando y los cazadores intentaron frenarle y atraparle,
pero era muy rápido. La mujer estaba a unos seis
metros de Enrique, pero éste no lograba
alcanzarla, ella lo condujo a la cascada por un camino que él no conocía. Ella
llegó antes que él, se bajó del caballo y se metió dentro del agua. Aunque
estaba avanzando, no se hundía sino que caminaba sobre el agua, la mujer se
giró y miró a Enrique. Por primera vez, Enrique logró ver la cara de la
misteriosa mujer. Su belleza era incomparable, ella le hizo un gesto
para que la siguiera y al llegar a la cascada atravesó la pared de agua y desapareció.
Enrique se bajó del caballo e intentó seguirla.
Fernando y los cazadores
llegaron a la cascada y quedaron asombrados por la belleza del lugar,
aunque pronto se dieron cuenta de que Enrique no estaba allí, lo único que
hallaron fue el caballo de Enrique y una preciosa yegua blanca que se escapó
cuando Fernando intentó cogerla.
Fernando intentó no culparse
por lo ocurrido pero no lo lograba. Si hubiese creído a Enrique, o si no le
hubiese dejado ir a aquel maldito lugar, Enrique no habría desaparecido.
Fernando intentaba olvidarlo pero era imposible. Todo el
pueblo hablaba del incidente. La gente intentaba ir a la cascada pero estaba
prohibido. Fernando también se arrepentía de haber descubierto el paradero de
la cascada, no quería que nadie fuese a ese lugar, no quería que
nadie más desapareciese persiguiendo a aquella endemoniada mujer, a la que
nadie nunca volvió a ver.
ANDREA LÓPEZ 4ºA
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